Historia de la Medicina: Notas Sobre la Historia de la Medicina en Colombia (I Parte)

(I Parte)

Nestor González, M.D. *

Introducción

Las siguientes notas sobre la Historia de la Medicina en Colombia, no pretenden compendiar en tan pocas palabras la materia que ha sido objeto de cuidadoso estudio por notorios historiadores, sino ubicar el contexto histórico de nuestro desarrollo particular para contribuir a la comprensión de nuestra particular esencia, logrando los objetivos, que con acierto Don Pedro Entralgo reconoce como justificadores del estudio de la historia de la medicina y que se sintetizan en dignidad, claridad, instalación en el presente, libertad y originalidad.

A lo largo del tiempo se han designado como nobles a aquellos que con sus propias acciones o las de sus antepasados han modificado el curso de la historia.

El ser noble implica el poseer una dignidad particular, que se basa en la acción, y que se tiene en tan alta estima, que incluso hay quienes consideran hereditaria; en otras palabras capaz de trascender la misma limitada vida de sus portadores.

“La nobleza de sangre – como dijo Monseñor Rafael María Carrasquilla – ajena a nuestras Republicanas instituciones ha sido reemplazada por una más valiosa, la nobleza del alma”, y en este sentido la historia permite a aquellos que la conocen ser justos herederos de la dignidad de los hombres que en una determinada rama del saber han influido en su devenir.

Quien no conoce el pasado de su profesión, no podrá comprender la nobleza de su labor.

Adicionalmente, el saber la historia de una actividad, brinda elementos que clarifican la razón de ser de lo que hoy se considera cierto, explica porque algo es de un modo y no de otro.

Por otra parte, no sólo clarifica el ” por qué”, sino que ubica en el “qué”:

Permitiendo conocer con seguridad el esto presente de una ciencia, sin confusiones con respecto a lo que es pasado o aún esperanza del futuro.

Esta instalación en el presente es determinante para dar el paso hacia el futuro, es como partir en la carrera justo en la línea de salida y no algunos pasos atrás.

La historia es una ciencia cuyos procesos no se rigen por reglas de escrito cumplimiento, sino que es el reflejo del complejo contexto en el que se desenvuelve el hombre y la sociedad.

A diferencia del conocimiento técnico que podría creerse señala límites ineludibles, explícitamente la historia los rompe. Con la historia se dota al conocimiento de un sentido de libertad indispensable para andar en el campo verdadero de la ciencia.

Finalmente, producto de deliberar libremente, de cuestionar el conocimiento en lugar de venerarlo, de reconocer en donde está y la digna estirpe de donde se viene, surge la “opción a la originalidad” que responde al ¿ podría yo hacer lo mismo que los que me precedieron? con una afirmación que se torna en responsabilidad para el hombre de ciencia.

Daremos con esta esencia un recorrido por la Historia de la Medicina en Colombia.

Orígenes

“Y aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas como en el Abril en Andalucía; y el cantar de los pájaros que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol, y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras, que es maravilla…

Aquí conocí del lignaloe y mañana he determinado de hacer traer a la nao diez quintales, porque me dicen que vale mucho”.

Domingo 21 de Octubre de 1492
Diario deColón
Biblioteca Nacional de Madrid

Ante la visión de Europa, hecha ojos de Colón, la anterior es la primera referencia de un aspecto médico en estas tierras, e inevitablemente surge ligada a asuntos mercantiles: la importancia de colectar el costoso aloe.

El Diario de Colón, primeras palabras romances surgidas en las costas antillanas no sólo son primicia de la literatura castellana en América, sino que son inequívoco reflejo de la dual intención de la expedición, por un parte la conversión de “tantos pueblos caídos en idolatrías y sectas de perdición” y por otra la recolección de tantas riquezas, particularmente oro, como fuera posible.

El marinero transformado en poeta épico por la magnificencia de una América majestuosa, captó en sus palabras la “dulzura de los vientos” de sus soñadas indias, al tiempo que describía el necio afán por la consecución del oro.

El carácter en la personalidad de Colón más notorio que su coraje para comandar una flota condenada a hundirse en las fauces de alguna suerte de dragón centinela aguardando hambriento en el “borde del mundo”, es su sensibilidad ante la hermosura de América y sus gentes.

Lo mismo habla de “peces hechos como gallos de los más finos colores del mundo”:

Que de “muchos de estos hombres, todos mancebos, todos de buena estatura, gente muy hermosa con los cabellos no crespos, salvo corredios y gruesos, como sedas de caballo.

Y los ojos muy hermosos y no pequeños. Y ellos ninguno prieto, salvo del color de los canarios, con las piernas muy derechas, todas a una mano, y no barriga, salvo muy bien hecha.

“Colón descubre en su integridad América, aunque nunca lo reconoce; pinta con sencillas palabras los tonos de una tierra policroma y a la vez señala con matices grises en su relato lo que se convertirá en la sentencia de estos hombres que a su paso halla, la ambición febril que omnubilaría la mente de muchos de los peninsulares que en ese y posteriores viajes vendrían, haciéndolos enceguecer por el brillo dorado al espectro de colores de las culturas que habitan América.

La destrucción y el avasallamiento borraron con sentimientos de culpa los conocimientos de los aborígenes americanos, por lo que la reconstrucción de su historia se ha tenido que elaborar fundamentalmente a partir de exploraciones arqueológicas.

Pocos grupos tenían escritura y en los que hubo, está feneció ahogada por las llamas que veía invocaciones paganas en las observaciones astronómicas, como ocurrió con los tristemente desaparecidos códices mayas.

Adicionalmente, los cronistas de indias hacen pocas alusiones de aprecio por las cosas indígenas, distintas a sus posesiones de oro y bienes semejantes.

Por lo tanto las fuentes de los orígenes de la historia general y, por supuesto, de la historia de la medicina, son de dos tipos: arqueológicos y tradicionales, estos últimos de los escasos grupos indígenas subsistentes.

Nuestros aborígenes habían alcanzado algún grado de desarrollo a la llegada de los conquistadores, con algunos conocimientos astronómicos, de agricultura, de anatomía y medicina empírica.

Así mismo poseían una estructura social jerárquica:

Con distinción de poderes y oficios. Estaban inspirados en una hermosa mitología que les permitía una armoniosa convivencia social y con su entorno natural.

Con la fuera de su luz,
El Sol creó el Universo,
Y le dio vida y permanencia,
También creó el jaguar
Con el color de su poder,
Y la voz del trueno,
Que es la voz del Sol.
Le dio al oro su fuera y su luz,
Y al Shaman,
El poder de proteger a los hombres.
(Mitología Kogui)

En el viejo Continente el período Neolítico concluyó aproximadamente hacia el año 4000 a.C., con los trabajos de cobre que señalan el comienzo de la Edad de los Metales.

En América, por su gran abundancia, empieza a trabajarse el oro hacia el siglo XV d.C., del cual nuestros antepasados dejaron hermosas producciones.

Pero su evolución se interrumpió en este momento por la llegada de Colón, lo que nos permite ver la diferencia de más de 5000 años en los desarrollos de las dos culturas que se encontraron.

Desde el punto de vista médico los conocimientos de nuestros antepasados son en muchos aspectos semejantes a los del período neolítico.

Se asigna un origen “externo” a las enfermedades, esto requiere una explicación adicional, porque de primera mano hubiera podido afirmar “sobrenatural”, en lugar de “externo” y hubiera cometido ciertamente un error, pues estaría juzgando la causalidad externa de la enfermedad desde nuestro punto de vista y no del que tenía en medio de los aborígenes.

Dentro del pensamiento indígena, como lo expresa el profesor Reichel Dolmatoff:

Hay “un solo medio ambiente, un solo contexto dentro del cual existe el individuo como miembro de un sistema social, y en este contexto se supone que hay múltiples agentes patógenos, tanto visibles como invisibles, que forman un conjunto peligroso y amenazador”.

Por lo tanto, es inútil pretender una distinción entre causas naturales y causas “sobrenaturales” o “mágicas”, pues ante la visión del indígena no existe en general dicha distinción, todo es natural.

La medicina era ejercida por individuos seleccionados en quienes se fundía la labor sacerdotal con la médica por el carácter de comunión ecológica y social que predominaba en la estructura de las comunidades indígenas.

Los grupos Tayrona, Colimas y Panches los denominaban Mohanes o Noamas, y realizaban sus prácticas en unas casas especiales destinadas para ello, que los españoles llamaban “Bujíos del diablo”.

Allí mismo se encerraban por períodos variables de tiempo a los delincuentes. Los Muiscas daban a sus médicos-sacerdotes el nombre de “Ogque”, que por eufonía los españoles cambiaron a “Jeque”.

Ellos recibían una educación especial por varios años, en una suerte de seminario o convento en Chía, llamado “Cuca”, donde eran instruidos por indios mayores.

Entre los Tukano y Kogí, los médicos se denominaban Shamanes, mientras que en los grupos del litoral pacífico se denominan Jaibanás o Nieles, independientemente del nombre asignado, el shamán emerge en medio de las culturas indígenas como un individuo de unas particulares condiciones que le permiten percibir el orden de su entorno, en el cual se encuentra incluido el estado de salud de los demás indígenas y que tiene la sabiduría para emprender medidas que permitan restablecer la armonía cuando esta se pierde.

Los shamanes aborígenes:

Incluyendo por supuesto a aquellos que perduran en nuestras actuales comunidades indígenas, están lejos de la charlatanería y constituyen una fuerza legítima y poderosa en el control y administración de los recursos naturales de las comunidades indígenas, al ser poseedores de una amplia gama de conocimientos que los hacen responsables de la supervivencia de sus sociedades, responsabilidad que ciertamente asumían y aún hoy enfrentan.

El diagnóstico era realizado por medio de prácticas adivinatorias que frecuentemente iniciaban con un cuidadoso interrogatorio que consideraba las costumbres alimentarias y del modo de vida, tales como la actividad física, la cacería, pesca o agricultura, las relaciones de pareja o parejas y el cumplimiento de los ritos religiosos.

Adicionalmente el shamán realizaba una detallada observación del enfermo, al que tocaba y olía en busca de pistas que le indicarán de dónde provenía el desorden.

Entonces ayudado con algunas substancias alucinatorias entraba en trance o hacía entrar al paciente en medio de cantos rituales para desentrañar de los misteriosos sueños que así acontecían más datos que unidos a los ya aprendidos con la experiencia y a los averiguados previamente revelaran la etiología de la enfermedad.

En algunos casos, como entre los Tukano, la diagnosis es la terapia misma y la luz que discierne de las visiones y signos interpretados en sí misma la solución, pues hace consciente al paciente del desorden y la persona buscando el orden perdido curará.

En otros casos se requería una intervención mayor, muchas veces considerada de menor jerarquía para un shamán (cultura kogí), pero que se realizaba orientada por él.

Aquí se hace importante una terapéutica basada en el conocimiento empírico de la utilidad de algunas plantas.

Fray Pedro simón describe en las Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales esta aproximación terapéutica en la grave herida que sufrió Nemequeme, señor de Bacata, en la cruenta lucha contra Quemuenchatocha, señor de Tunja:

” Fue llevado donde los jeques, que también se preciaban de médicos y de que anduviesen juntos los dos oficios (médicos y sacerdotes) porque conocían unas yerbas buenas para las heridas de que hay tantas en esta tierra, y para otras enfermedades a que también acudían usando de mil ridículas ceremonias entre las aplicaciones que hacían de ellas..”

Este tipo de medicina se mantuvo por siglos en nuestras tierras y el afortunado conocimiento botánico aborigen sirvió para mantener la salud de los pobladores.

También realizaron con carácter ritual algunas intervenciones quirúrgicas, como la testifican cráneos trepanados muiscas y sin duda, debieron inmovilizar fracturas y extraer cuerpos extraños con pericia.

En las primeras incursiones conquistadores en nuestro territorio no venían individuos peritos en medicina.

Sin embargo, con la conquista, llegaron algunos conocimientos principalmente de cirugía, traídos por soldados con alguna experiencia militar.

Ejemplos son el capitán lusitano Antonio Díaz Cardoso y el soldado Martín Sánchez Ropero, ambos acompañantes de Gonzalo Jiménez de Quesada, aunque ninguna graduado en Medicina.

En el libro Los Fundadores de Bogotá, de Raimundo Rivas:

Se cuenta de las habilidades quirúrgicas de don Antonio Díaz Cardoso, quien “dio una prueba de sus múltiples cualidades, en el curso de una de esas entradas a la Sierra de Santa Marta, y que fue la de curar a un soldado apellidado Bermejo, a quien el alférez Antón de Olaya hendió la cara de una tremenda cuchillada por no haber obedecido la orden, dada por el capitán Suárez, de cerrar pronto las filas”.

De los aportes bilaterales se establece una práctica médica llevada a cabo por curanderos y flebotomistas. Un curandero famoso de la época fue Juan Sánchez, de origen indio al que llamaba “cirujano”, posiblemente por ser él uno de los que practicaban sangrías.

No surgen intereses que pudiéramos titular de investigación, sino puramente asistenciales, con excepción de las observaciones de Diego Alvarez Chanca, en quien tenemos que identificar al iniciador de la investigación científica en América, aunque no en nuestro país.

Heraldo Médico

Don Diego Alvarez Chanca, era natural de Sevilla y había prestado sus servicios como médico de Juana la Loca.

Vino a América en el segundo viaje de Colón y además de tener que atender al Almirante, quien enfermó gravemente mientras se encontraba descubriendo las vecindades de Puerto Rico, y tener que enfrentar la epidemia desarrollada durante la construcción de la Isabela; gracias a sus observaciones, inicia la investigación en América con su carta al cabildo de Sevilla, donde indica las costumbres de indios de dos grandes grupos étnicos.

Arawak y Karib, señalando sus diferencias y agregando descripciones de algunas plantas y animales de importancia económica.

A las palabras de don Emilio Robledo en las Apuntaciones sobre la Historia de la Medicina en Colombia:” A nuestro juicio no le han dado al Doctor Chanca, los médicos que se han ocupado de escribir la historia de la medicina, la preeminencia que le corresponde como patriarca de los profesionales titulados que visitó primero que ninguno otro, el Nuevo Mundo y que dio a conocer en Europa las condiciones generales de los habitantes descubiertos…”, tendríamos que agregar el reconocimiento como pionero de la investigación médica y etnográfica a los honores que corresponden a Don Diego Alvarez Chanca.

No obstante si nos limitamos a nuestro país, no encontraremos este mismo carácter de curiosidad científica, sino un prioritario interés por la labor asistencial, trabajo desempeñado por los sanadores.

En 1597 arribó a Santafé el licenciado español Alvaro de Aunón, para servir de médico a la nobleza y al clero.

Fue don Alvaro de Aunón el primer médico titulado que vino al Nuevo Reino, pero no dejó más recuerdo que aquel debido a las crónicas de las curaciones de algunos de sus pacientes.

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Por entonces don Pedro López Buiza:

Fundó una muy completa farmacia en la Plaza Mayor, y aunque debía contar con algunos remedios reconocidos, no debían faltar aquellos a los que la credulidad popular atribuía algún poder: ojos de cangrejo, una de la gran bestia, carne de lagarto, si no polvo de momia egipcia o hasta de cuerno del unicornio.

En 1636 el licenciado Rodrigo Enriquez de Andrade, graduado en Alcalá, obtuvo de la Real Audiencia la primera”licencia para dictar cátedra de medicina, pero sin que por ello llevara derechos ni los oyentes ganaran cursos”, a decir de nuestro profesor Mendoza Vega.

Así se comenzó en Santafé la enseñanza Médica en el aula de filosofía del Colegio Seminario de San Bartolomé.

Sin embargo, fueron tan pocos los asistentes y tan pasajero el interés que dicho curso no llegó a cumplirse jamás.

Dadas las circunstancias, los protomédicos, no solo en Santafé, sino prácticamente en todo el territorio americano, habían permitido la licencia a los curanderos, quienes continuaban su oficio con gran provecho.

Uno de los mas populares fue Pedro Fernández de Valenzuela, autor de un manuscrito titulado Tratado de medicina y modelo de curar en estas partes de Indias.

Dicho tratado es objeto de discusión respecto a su verdadero valor, pues mientras el reconocido historiador Pedro María Ibáñez considera a Pedro Fernández como un “Charlatán”, el no menos importante Guillermo Hernández de Alba encuentra en su tratado “Primicia científica de la Ciencia Hispana, injertada en la fronda americana”.

Opinión que mereciendo profundo respeto nos hace declarar en el trabajo de Pedro Fernández de Valenzuela al menos el primer intento de una labor de investigación médica en nuestro país.

Sin embargo, a pesar de la dedicación al cuidado de los pacientes, ni siquiera en este campo se tenían logros aceptables.

Cuenta el memorial llevado a la Corte el 27 de Junio de 1662 el:

“Funesto resultado obtenido cuando el procurador general de la ciudad, don Miguel Enríquez de Mancilla, quiso justificar la idoneidad con que curaban los médicos, siendo preciso recoger todas las licencias, porque ninguno de los llamados científicos pudo reunir los requisitos exigidos por la disposición real del 13 de Septiembre de 1621”.

Posiblemente en esta condición que empantanaba el avance del conocimiento en América se refleja lo que en la misma España estaba ocurriendo, pues la casa de Austria que gobernaba el imperio español estaba más preocupada, en principio, de asuntos religiosos que permitieran consolidar la unión de la nación que el impulso enciclopedista que en otras naciones europeas ya era evidente; de hecho para el criollo deseoso de seguir los modelos españoles la profesión médica era considerada, según Soriano Lleras como “poco digna y apropiada solamente para personas de baja posición social”.

En el año 1715, el cabildo otorga el grado de doctor en medicina al licenciado José de la Cruz, más que por sus méritos para ejercer dicha profesión, por la imperiosa necesidad de médicos que se tenía.

Adicionalmente, al señor de la Cruz, se le ofreció la cátedra de Medicina en Colegio Mayor del Rosario, pero jamás tomo posesión de ella, posiblemente sabedor de lo que esto exigiría y su adecuada preparación para asumir tal responsabilidad.

EN 1773, siendo rector del Colegio del Rosario don Fernando Camacho de Guzmán y Rojas se volvió a presionar al cabildo para que nombrara doctor a don Francisco Fontes, única forma para que pudiera ocupar la cátedra rechazada por De la Cruz.

En España, desde hacia mucho tiempo existían los protomédicos, o médicos de red:

Quienes tenían grandes prebendas: concedía licencias, examinaban los títulos, inspeccionaban boticas e imponían multas por infracciones en el ejercicio de la medicina, la cirugía y la farmacia.

No habiendo protomédicos en Santafé, las autoridades se vieron en la necesidad de conceder dicha licencia a los que comprobaban alguna capacidad para el ejercicio médico, y antes que ceder ante los inescrupulosos curanderos, prefirieron, como dice el doctor Antonio Martínez Zulaica:”

Sin sonrojo alguno, más bien conscientes de las reales dimensiones de su proyección histórica, solicitar del Cabildo el favor de que se tomaran atribuciones que en buena lid no le correspondían”.

“En veintitrés días del mes de Octubre del año de mil setecientos treinta y tres, habiendo sido electo por el señor doctor don Fernando Antonio Camacho y Rojas, canónigo de esta Santa Iglesia metropolitana de Santafé del Nuevo Reino de Granada, comisiario juez apostólico subdelegado general de la Santa Cruzada de dicho Arzobispado y sus sufragáneos, regente de estudios y señor rector de este Colegio Mayo de Nuestra Señora del Rosario del Real patronato, y confirmándose por el señor presidente gobernador y capitán general don Raphael de Eslava, caballero de la Orden de Santiago al señor doctor don Francisco Fontes, por catedrático de medicina.

En presencia de todos los colegiales y catedráticos y algunos señores prebendados y otras muchas personas, hecha la protestación de nuestra Santa Fe, prevenida por el Santo Concilio Tridentino, comenzó a leer dicho señor doctor don Francisco Fontes, mostrando de ello, así los colegiales como los demás circunstantes que no lo eran, muy especial regocijo y aplaudido igualmente de todos.

Entraron a oirlo los siguientes: El doctor don Luis de Guzmán, don Pedro de Guzmán, don Pedro de Rada, don Antonio Solarte, don Joachín de León, don Luis de Prados, colegiales y manteístas don Domingo Caballero, don Pedro Masías y los padres fray Juan Antonio de Campos y fray Juan Joseph de Umaña, religiosos de San Juan de Dios y para que conste lo firme yo, el presente secretario dicho día, mes y año y de todo ello doy fe.

Don Bartolomé Nicolás Ramírez de Parra
Secretario”.

A pesar del empeño, no se contaron numerosos asistentes y progresivamente la cantidad de los mismos fue disminuyendo. La carrera de médico se consideraba indigna y los hidalgos americanos no hallaban atractivos estos estudios.

Esta situación común en toda América hace que la medicina sea tardíamente reconocida y estudiada: En 1763 en la Universidad de Caracas (por el doctor Fontes, quien con algo de frustación había partido de Santafé), en 1769 en la Universidad de San Felipe en Santiago de Chile, bajo la dirección del doctor Domingo Nevin, francés graduado en Reims.

Por entonces solo México contaba con estudios de medicina. La Universidad de Nueva España en México y la de San Marcos en Lima habían sido fundadas en 1551 por el emperador Carlos V.

La de Nueva España creó la cátedra de Prima de Medicina en el año 1580, de la cual se encargó el doctor Juan de la Fuente, siendo esta la primera en el Nuevo Mundo. En 1626 la Universidad de Nueva España tenía las cuatro cátedras de las escuelas españolas: prima, vísperas, método y anatomía.

No hay pruebas de cursos médicos en Perú hasta finales del siglo XVII, cuando comenzó a funcionar el colegio de San Fernando, donde se dio inicio a esta enseñanza en Lima.

Volviendo a nuestro país correspondió a don Vicente Román Cansino, quien venía ejerciendo en Santafé desde 1740, ser el primero en enseñar con algún resultado la medicina en el Nuevo Reino.

Duramente juzgado por Mutis, don Vicente Román Cansino ciertamente no era un científico:

Había hecho estudios de filosofía y hasta graduarse de maestro y había presentado examen para recibirse de médico en la Universidad Tomística el primero de Octubre de 1753, fecha desde cuando con interrupciones, sin orden ni método enseñó hasta su muerte la medicina en el Colegio del Rosario. Lo que es innegable en el doctor Cansino es su interés en la enseñanza y en mejorar las condiciones de salud del momento.

Sólo en estos dos pilares se halla justificación a esos doce años de dedicación, interrumpidos pero firmes, en la transmisión de los conocimientos que él había encontrado útiles en su experiencia.

El maestro es un creador, un hacedor de hombres, y su virtud está en su fruto, los hombres productos de su enseñanza.

A pesar de los tímidos conocimientos médicos del doctor Cansino, logró tener entre sus alumnos dos médicos que la historia no olvida; y si bien el reconocimiento de los fastos médicos es debido más a la primicia que constituyeron sus nombres que a sus hazañas, es indiscutible que fueron paso adelante para sacar de la desolada situación a la medicina en la colonia.

Fueron discípulos de Don Vicente Román Cansino, don Alejandro Gasteldondo:

Quien ejerció la medicina en Cartagena, y Juan Bautista de Vargas Uribe, primer graduado en el Nuevo Reino de Granada, el 10 de Enero de 1764, a quien confirió el título la Universidad de Santo Tomás, única autorizada para hacerlo pero que recibió su enseñanza en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.

El ejercicio médico se realizaba por entonces con atenciones particulares en las casas de los enfermos. Sin embargo, desde mediados del siglo XVI existía un hospital en Santafé de Bogotá.

A comienzos del año 1553 llegó el señor obispo fray Juan de los Barrios, de la orden de San Francisco, primer arzobispo de este reino, quien dirigió la construcción del primer hospital de nuestras tierras, el Hospital de San Pedro en la misma calle de la Catedral.

El 25 de Octubre de 1564 el hospital inició su labor con diecisiete camas que más tarde se aumentaron a treinta, veinte para hombre y diez para mujeres.

La población santafereña creciente pronto hizo insuficiente las treinta camas del Hospital de San Pedro; en 1723 bajo la dirección del médico y cronista fray Pedro Pablo Villamor, prior de los frailes de San Juan de Dios, se inició la construcción de otro hospital que siguiera los planos del Hospital de Granada, en España.

En 1739 se terminó su construcción y fue llamado inicialmente de Jesús, María y José y después de San Juan de Dios; se dio al servicio en el mes de Enero de ese año. Al morir fray Villamor sucedió en la dirección del hospital Juan José Marchán y a este el médico fray Antonio de Guzmán quien será junto con Mutis el maestro de Miguel de Isla.

Los primeros acordes en la historia de la medicina en nuestro país se habían interpretado, y como se imitarán los del inexperto aprendiz, fueron algo torpes e inseguros.

El final del siglo XVII, se acompaña de una nueva tonada, las vihuelas parecen ser tocadas a otro ritmo, de notas que vibran con la rapidez de los tiempos que se avecina, parecen predecir con su timbre barroco lo que será un renacer para la América.

Grandes cambios políticos ocurren en Europa y en ellos se van generando los cambios que sufrirá nuestra tierra; pareciera que el músico del tiempo quisiera en un alarde de habilidad hacer resonar las cuerdas de su instrumento con más fuerza, para anunciar el estallido de las trompetas que tornarán la pieza en himno, cambiando el escenario colonial por campo de batalla y la noticia de las andanzas de un virrey, o de un fraile levantisco, o de los fantasmas de una callejuela, por los héroes de una guerra y las glorias de la lucha de independencia.

Tenuemente los tambores inician su marcha, que se convertirá en redoble que anuncia el fatídico sacrificio de los mártires o la triunfal entrada de los libertadores.

Ha de ser así como se oía la brisa hecha jirones desde los cerros, en esos tiempos, tiempos cuando el virrey Solis, sucesor de Pizarro, comenzaba la época de los grandes virreyes, de la cual hablaremos en nuestra próxima entrega.

Profesor de Historia de la Medicina, Etica, Deontología y egislación Médica de la Facultad de Medicina del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.

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