Reseñas Bibliográficas, a Manera de Prólogo sobre el Libro “Historia de los Medicamentos”por el Académico Alfredo Jácome Roca

Académico Efraím Otero Ruiz

Desde que la medicina se tornó curativa con los bacteriostáticos y antibióticos, hace 70 años, la humanidad doliente entró en una nueva fase que aún vivimos y que pudiera denominarse la edad del medicamento. Hasta entonces los medicamentos no pasaban de ser sintomáticos aunque algunos, como los analgésicos, anestésicos, sedantes y otros, como los digitálicos y los derivados naturales o sintéticos de la quina, habían sentado ya sus reales en una terapéutica que, siglo y medio atrás, era tan primitiva que había hecho exclamar a Voltaire cuando se enteró que un sobrino suyo pensaba estudiar medicina: “Desgraciado, ¡cómo te atreves a estudiar un arte que consiste en administrar venenos que no conoces a organismos que todavía conoces menos!”. El siglo XX, como nos lo recuerda Alfredo Jácome Roca en este ameno libro, introdujo de lleno la farmacología como una ciencia que, a su vez tomó sus raíces en la fisiopatología, la química, la bacteriología y la inmunología que habían abierto la era de la “medicina etiopatológica”, al decir de Laín Entralgo, medicina que aún se perpetúa en nuestros días.

Toda esa evolución del pensamiento médico, desde una terapia empírica, animista y mágica en el primitivo hombre de antaño hasta la terapéutica molecular y casi atómica de hogaño, está amenamente descrita en este libro, dividido en una introducción general y seis secciones o capítulos rematados por un séptimo o addendum que sirve a su vez de resumen o colofón de los anteriores. En todos ellos logra el autor darnos una visión panorámica de la historia de la terapéutica que es, a su vez, la historia de la medicina, pues ésta se estableció, desde las culturas más primitivas, como un arte para curar la enfermedad. La cual ha estado presente, según ha sido demostrado, desde el Neanderthal hasta nuestras calendas. Al fin y al cabo, como lo dijera Juan Montalvo, el notable polígrafo ecuatoriano, “el dolor es el complemento necesario de nuestra naturaleza”.

Por más que se avance en conocimientos y en métodos la dolencia, derivada del mismo término, seguirá persitiendo, causada por noxas o agentes cada vez más nuevos, más agresivos o más desconocidos (la pandemia de la misteriosa “neumonía atípica” de comienzos del 2003 es uno de los más recientes y agobiantes ejemplos). El libro está escrito en lenguaje sencillo, quizás más dirigido a médicos o estudiantes de carreras de la salud que al público en general, ya que el autor da por sobrentendidos muchos términos o expresiones que pertenecen, indudablemente, al “argot” de los galenos.

Pocos autores en español se han ocupado del apasionante tema de la historia de los medicamentos, mencionada sólo “en passant” en los tratados clásicos de farmacología, como el Hazard de los franceses o el Goodman y Gilman de los norteamericanos y a veces en los extensos “archivos” o tratados de farmacología o terapéutica alemanes, franceses, ingleses o españoles.

De estos últimos, que yo recuerde, el primero en tratar en el texto y con abundantes notas de pie de página la historia de los medicamentos fue B. Lorenzo Velásquez, Profesor de la materia en Madrid y en Zaragoza, en su monumental tratado de “Terapéutica con sus Fundamentos de Farmacología Experimental” (dos volúmenes) publicado en España en 1954 y que, desafortunadamente, tuvo escasa difusión entre nosotros. Por otra parte, fueron las grandes empresas farmacéuticas mundiales como la Ciba en Suiza, la Rhone-Poulenc-Specia en Francia o la misma Abbott, en los Estados Unidos, las que se encargaron, desde poco después de la IIa. Guerra Mundial, de divulgar la historia de la medicina y de los medicamentos en folletos, libros o revistas, algunos de ellos traducidos al español y que eran repartidos por los visitadores médicos al lado de sus productos farmacéuticos. Son de grata recordación, en las décadas de los 50s o los 60s, las Actas seguidas luego del Symposium Ciba, este último ilustrado a colores; la inolvidable revista “Medecine de France” de Specia (hoy atesorada en escasas bibliotecas médicas) o el “Abottempo” para mencionar tan sólo unos cuantos. Más recientemente la misma industria, en publicaciones periódicas como DN&P o SCRIP, se encarga de mantener al día a sus afiliados sobre la evolución de nuevos medicamentos o nuevos productos, o las fusiones de las otroragrandes compañías individuales, fenómeno que ha caracterizado particularmente los últimos dos o tres lustros.

Lo que hace más interesante la narrativa de Jácome es que no se limita a mencionar la aparición cronológica de los agentes terapéuticos sino que la salpica de anécdotas, algunas de ellas ya conocidas, otras novedosas para el lector. Así lo hacía B. Lorenzo Velásquez en sus notas salpicadas de humor, como cuando nos narraba sobre Basilius Valentinus que redescubrió el antiguo “stibium” de los romanos el cual, como se empleara popularmente como aditivo para el engorde de cerdos, decidió administrárselo a algunos de su grupo de monjes prerenacentistas, al sur de Francia, que no engordaron sino murieron por la toxicidad de estas sales; de ahí que lo llamaran en francés “anti-moine” (anti207 monje) y así pasó como antimonio a otros idiomas. O cuando refiriéndose a Courtois, el descubridor del yodo en las algas marinas, dice que era tan mediocre “que no descubrió el yodo, sino que el yodo lo descubrió a él”. Realmente es tan extensa y divertida esa “petit histoire” que, con la misma, podría escribirse otro volumen si se recogieran todas las anécdotas pasadas y recientes en torno a los medicamentos y sus aplicaciones.

Las dos últimas secciones y el addendum están dedicadas al siglo XX que el autor, en el título de la sección quinta, denomina “el siglo de la industria”. Evidentemente el surgimiento de una poderosa industria química –azuzada por las dos guerras mundiales– hizo que en torno a ella, o aprovechando la gente allí formada, se fueran constituyendo los grandes complejos industriales que constituirían las casas farmacéuticas de renombre, en Europa y en los Estados Unidos. John Ziman, en su libro “La Fuerza del Conocimiento” nos narra cómo Fritz Haber, uno de los grandes químicos de comienzos de ese siglo, no sólo descubrió la fijación del nitrógeno del aire (permitiendo a Alemania liberarse de las importaciones de nitro y haciéndola autosuficiente en la producción de fertilizantes y explosivos) sino trabajó junto con Nernst, el notable físicoquímico, en el desarrollo y utilización de los terribles gases de guerra, el más conocido de los cuales fue la yperita o gasmostaza.

A pesar de ser premio Nobel y gloria nacional, por ser judío fue expulsado recién inaugurado el gobierno nazi y murió pobre y exiliado en Suiza en 1934, como también casi le sucede a Otto Warburg, mencionado en este libro. Esos complejos, que el autor menciona en la sección sexta al hablar de la IG Farben y los laboratorios alemanes, cumplieron en las dos guerras funciones bélicas destructivas al tiempo que, paradójicamente, producían medicamentos para salvar vidas.

Al hablar de las casas farmacéuticas norteamericanas el autor se extiende por muchas páginas como consecuencia, creo yo, de haberse especializado brillantemente como endocrinólogo en los Estados Unidos y haber trabajado gran parte de su vida con un laboratorio de esa nación cuyos principales productos fueron, en un comienzo, los hormonales. De suerte que sus descripciones sobre la terapia con hormonas –la opoterapia– son extensas y detalladas y demuestran el profundo conocimiento del autor sobre los principales medicamentos, hormonales o nó, especialmente los originados en la segunda mitad del siglo XX, que han llegado hasta nuestros días. Al tiempo nos muestra cómo esas casas farmacéuticas son fortalezas de la investigación bioquímica y farmacológica, que se refleja en productos de calidad indiscutible.

Es una lástima que no pueda dedicar más espacio a la discusión, tan vigente hoy día, sobre las ventajas y desventajas de los productos de marca sobre los genéricos ni sobre el peligroso aumento en la auto-medicación a que han llevado, no sólo la propaganda y la venta libre en el mostrador de productos OTC, como los denomina siguiendo la nomenclatura inglesa, sino en países como el nuestro a la falta de controles para el expendio de fármacos como los antibióticos, causa de la proliferación mundial de cepas microbianas resistentes.

También es lástima que, por no extenderse demasiado, después de su excelente descripción del desarrollo de las casas farmacéuticas o sus filiales en nuestro país no haya dedicado más tiempo a analizar cómo, en los últimos 50 años, ellas incorporaron de directores médicos o científicos a notables personalidades de la medicina (tal el caso del autor) que desde esas posiciones han contribuído al desarrollo de diversas especialidades, propias o ajenas, o se han distinguido como internistas, cirujanos o historiadores, o como artistas, publicistas, profesores universitarios o ilustradores médicos, para citar tan sólo algunos ejemplos.

Habría que hacer una lista de esos nombres, algunos ya jubilados o desaparecidos, que constituyen una nómina honrosa para agregar a la historia de los medicamentos. Podría agregarse también que, al lado del surgimiento y desarrollo de laboratorios farmacéuticos transnacionales o nacionales, fue evolucionando la docencia, desde la clásica terapéutica o materia médica a una moderna farmacología cuya cátedra ha tenido gloriosos exponentes como Núñez Olarte y Montes en la Nacional o como Mezey y Sarmiento en la Javeriana, para citar tan sólo el caso de Bogotá.

Y que la revolución didáctica introducida a partir de los 60s por la Universidad del Valle, entre otras, integró su enseñanza con la de diversas materias básicas como la fisiología, la bioquímica y la genética e hizo que profesores y estudiantes abandonaran los viejos textos estáticos y los cambiaran por otros qu e se actualizan cada año, como la “Conn’s Current Therapy” de los norteamericanos o los excelentes volúmenes que publica periódicamente la Asociación Colombiana de Medicina Interna, hoy día suplementados por la abrumadora información obtenible en Internet. Con todo ello da pesar que la educación continuada en estas materias siga siendo dada principalmente por los vademécums o la información aportada por los representantes comerciales o visitadores de las casas farmacéuticas.

Hace ya 20 años, al comentar la aparición de su libro “Pruebas Funcionales Tiroideas-Fundamentos e Interpretación” (el tercero de los suyos publicados) decía yo que “en Alfredo Jácome se conjugaron, desde muy temprano, una insaciable curiosidad intelectual y un encumbrado talento proveniente quizás de los genes de ilustres apellidos de Santander y de la costa; pero, ante todo, una espléndida capacidad para asimilar las ideas y saber transmitirlas con la magia de la palabra hablada o escrita ante sus colegas o ante sus estudiantes”. Que esa aseveración se sigue cumpliendo podrán asegurarlo los afortunados lectores de este libro.

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