Obituario, En memoria de una Amistad Perdurable

Académico Efraim Otero Ruiz

El autor de estas líneas ha escrito ya tantos obituarios sobre sus contemporáneos y sobre personas que ha admirado y ha querido, que en cada uno de ellos parece que la muerte le pasara rozando, como si se tratara del juego de “sacarle el quite” al toro en las suertes de los toreros. Pero en ninguno la ha sentido tan cercana y desgarradoramente cercenante como en la muerte del Académico Roso Alfredo Cala Hederich, su amigo desde la infancia, fallecido el 26 de octubre pasado.

Porque la frase “amigo de infancia” es muchas veces apenas un formalismo, aplicado a quienes compartieron fugazmente nuestras bancas en el colegio o nuestros equipos de juegos, cuando no las fiestas infantiles de grupos familiares más o menos afines.

No en el caso de Cala. Separados por sólo tres días en nuestra edad cronológica y casi siempre por sólo tres o cuatro cuadras en nuestras residencias bumanguesas, acercadas por la amistad íntima de nuestras familias, puede decirse que entre nosotros existió una afinidad que ni en la edad madura ni en la senectud pudo desligarse, por más que mediaran las distancias físicas, o las ocupaciones diversas o a veces las maneras de pensar algo divergentes en torno a los aciagos problemas de la educación y la práctica médica de nuestros días.

Por encima de ello, cada uno nos enorgullecíamos en repetirlo, estaba la fuerza de una amistad a toda prueba, tan inexpugnable como las siete décadas que la precedían.

Descendiente por ambas ramas de rancios troncos familiares santandereanos, vinculados raizalmente con esos espléndidos inmigrantes alemanes que llegaron a Santander a mediados del siglo XIX, Roso Alfredo se enorgullecía casi teutónicamente de sus genes y de su raza. (Lea también: Obituario, Roso Alfredo Cala Hederich Académico y Maestro (1931 – 2003))

Pero aceptaba que los valores y el talento había que ganárselos a través de una lucha auténtica, como auténtica debía ser en el individuo la demostración de sus actitudes y sus creencias.

Por eso, poco después de regresado a Bucaramanga a comienzos de los sesentas, después de graduado en la Universidad Nacional y especializado en medicina interna en Gainesville y en Atlanta, congregó periódicamente a un grupo de sus mejores compañeros y contemporáneos en esa ciudad, que reunían en grupo informal diversas disciplinas, pero cuya norma debía ser la autenticidad en el creer y en el obrar.

Trabajando desde muy temprano con hipertensos y convencido de la necesidad de establecer en su ciudad natal un centro nefrológico de primera categoría, no vaciló en abandonar una práctica docente y profesional exitosa para irse a realizar estudios avanzados en nefrología en la Universidad de Rochester, estado de Nueva York, entre 1969 y 1971.

Ya para entonces había participado activamente en el grupo que se empeñó en crear una Facultad de Medicina en la Universidad Industrial de Santander y había sido su Decano fundador.

En los años setentas se dedicó activamente no sólo a mejorar y hacer crecer su cátedra y su centro nefrológico sino a iniciar el programa de trasplantes renales, segundo sólo en éxito y en volumen al que había surgido en Medellín en la década precedente.

De allí no sólo surgieron alumnos epónimos, que han sido después profesores, decanos y académicos, sino una serie de libros (como su texto de “Nefrología”), publicaciones y estadísticas sobre los trabajos allí realizados, hechos con la seriedad de investigador e internista que siempre lo caracterizaron y que lo llevaron a ocupar por dos años la Presidencia de la Asociación Colombiana de Medicina Interna, lo mismo que la de la Sociedad Colombiana de Nefrología en etapa subsiguiente.

Desde muy temprano fue miembro prominente del American College of Physicians, cuyos simposios ayudó a organizar en múltiples ocasiones.

Elegante y pulido escritor, su mayor preocupación literaria fue la de investigar y sacar a la luz las vidas ilustres de los prohombres de su tierra. Así lo que escribiera sobre el doctor Martín Carvajal Bautista o sobre el oncólogo y Académico Francisco Espinel Salive.

No sin razón dijo de él Alvaro Gómez Hurtado, en el prólogo que escribiera para su libro “El Hombre de Iscalá-Ramón González Valencia”: “El doctor Cala Hederich, ilustre paisano del estadista, respalda su investigación con el prestigio que decora su vida y el ejercicio de una gran vocación humanística que lo ha llevado a ocupar sitios de honor en centros académicos y a prestar su concurso en el servicio público”.

A él pudieron aplicarse, sin excepción, todos los versos del soneto alejandrino que Jorge Robledo Ortiz, el poeta antioqueño, dedicara al abuelo, especialmente aquellos dos que dicen:

Nunca conoció el dolo, ni recorrió el atajo que crucifica el alma sobre la cobardía…

Ello no obstó, sin embargo, para que, en la cima de su prestigio, fuera también víctima de injustas acusaciones de las que salió indemne, pero con la amargura que dejan el desdén y la ingratitud, especialmente cuando provienen de aquellos a quienes alguien no ha hecho toda su vida sino beneficiar.

Ya jubilado y profesor emérito de la UIS, un día de 1991 decidió trasladarse a Bogotá, ciudad que lo acogió con el mismo cariño con que lo había acogido en sus épocas de estudiante de medicina de la Universidad Nacional pues aquí, más que en la capital santandereana –a la que nunca dejó de visitar con frecuencia– quedaba gran parte de su numerosa familia y de sus amigos más cercanos.

Por un tiempo trabajó como Jefe de Medicina Interna de la Escuela de Medicina Juan N. Corpas y por otro en la cátedra de nefrología de su alma mater; pero su dedicación, la esencia de su vida, siguió siendo su consultorio de nefrólogo e internista, que continuó atendiendo hasta casi dos meses antes de su deceso, lo mismo que participando de manera incansable en las reuniones y comisiones de nuestra Academia.

Fueron años pacíficos, rodeado de su esposa (notable historiadora e intelectual) y de sus hijas y nietos, dedicado como nunca a sus dos placeres más preciados, la lectura y la música.

Pero nó la música a secas, sino aquella que, con la más moderna tecnología, le permitía ver a diario sus óperas predilectas y sus conciertos sinfónicos, de cámara o de música barroca, en el pequeño teatro que para el efecto había dispuesto en su casa de habitación.

Por eso nos deleitó también en la Academia con dos videoaudiciones formidables, la una sobre Verdi y la otra sobre Juan Sebastián Bach, de quienes él mismo documentó con cuidado sus biografías y sus libretos e inclusive los repartió por escrito antes de las sesiones, acompañándolos durante las mismas de sesudos comentarios.

Ellos mismos y Bach en especial, como solía decirlo, sirvieron para aliviar los momentos más agobiantes de su dolorosa enfermedad, que sobrellevó con la entereza propia de su espíritu de valiente caballero y de auténtico cristiano.

Su rectitud en el obrar, su autenticidad, su lógica, su conocimiento médico, su humanismo, su música, quedarán por mucho tiempo flotando en el ambiente de esta Academia, a la que tanto quiso y a la que dedicó los mejores años de su madurez y de su vida.

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